Ella.
Es como escribirle al
viento, o al silencio tempranero de todos los domingos, cuando mis ojos se dan
cuenta de que ella ya no está cuidándome los sueños. Lo malo – o lo bueno- es
que he aprendido a vivir con su
ausencia, con las ganas en el cajón y el frío en mi cuerpo.
Ya no me importa abrigarme
incluso cuando es Verano, ni me molesta tener el corazón congelado, tanto que
hasta los gatos me rehúyen. No voy a confesar que a veces antes de dormir, un
pequeño ‘te echo de menos’ sale de mis labios en forma de suspiro, pero veréis,
ya no me duele tanto.
No negaré que mi habitación
es el cobijo perfecto para el miedo, ni que a veces, cuando me siento sola, me
da por llamar a mis monstruos, a ver si consiguen abrazarme tan bien como lo
hacía ella –qué ingenua-. Ahora el viento es quien me murmulla, el único que me
roza la mejilla con tanta frialdad pero calidez como lo hacía ella.
Estoy aprendiendo a soportar
la vida, y sobrevivir perdiendo el tiempo en contar las horas perdidas. Ni
retrocedo ni avanzo estoy en posición neutral, esperándome, sí, a mí. Intento
reconstruir mi castillo.
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