Corazón abierto, loba aullando.

A los seis me regalaron mi primer peluche; ahí empecé a creer que los sueños se podían hacer realidad.

A los ocho me cambiaron de colegio; tenía esperanzas de conocer nuevos amigos, pero me equivoqué por primera vez aunque mi sonrisa seguía intacta.

A los doce empezaron las primeras inseguridades, los primeros comentarios sobre mi aspecto físico y durante unos meses se cayeron los primeros pedazos de mi sonrisa, pero aprendí a sostenerla.

A los quince sentí las primeras mariposas revoleteando mi estómago. También tuve que aprender a soltar aquello que era lo correcto, pero no el momento adecuado.

A los dieciocho volví a encontrarme con lo que decía ser el Amor de enfrente y por primera vez, el miedo decidió llamar a mi puerta. Hubo cuervos y las primeras heridas del principio de un amor que naufrago por la inexperiencia.

A los veinte viví la muerte de cerca; pensé que daría segundas oportunidades porque era demasiado pronto, según yo, pero no fue así y en un abrir y cerrar de ojos, la muerte decidió cogerle la mano a una de las personas que más queria en mi vida.

Creo que, a partir de eso, abrí un poco más la cerradura de mi corazón y me permití andar sobre cuerdas y dejar tempestades que ya no llevaban mi nombre.

A los veintuno pensé que había encontrado el amor para toda la vida, ese que empecé a anhelar cuando le puse cara a la muerte; pensé que era la tirita que necesitaba en mi cicatriz. Había oído hablar de el tantas veces que me agarré a ese clavo ardiente pensando que me salvaría del vacío.

Dibujé su nombre en mis costillas, comencé guerras que ya estaban perdidas. Arranque las alas a las mariposas cuando querían volar lejos de aquel que decía cuidarme y solo me clavaba puñales. Las heridas se volvieron más grandes y los gritos de los monstruos se convirtieron en una constante visita nocturna.

Me abrí, me revolqué, le miré y me convencí de que aquello era el amor que merecía. Me susurró veinticinco mentiras al oído y yo las cociné a fuego lento hasta que conseguí convertirlas en verdad. Le agarré la mano cada vez que la duda se columpiaba en sus mejillas, le retiré el barro de las piernas cuando todo su mundo se convertía en añicos y le besé todos los precipicios que nunca me quisieron.

A los veinticuatro me rompí. Me abrí las venas y dejé que la tinta recorriese fuera de mí. Lloré hasta que la Diosa del sueño acunara mi pena. Sentí como mi corazón se resquebrajaba y cuando gritaba su nombre, solo el eco era capaz de responderme.

Empecé mi danza con el miedo, abracé a la serpiente que me acogió en su nido y besé a cualquiera que me prometiera una medicación para ese dolor inmenso que había en mi pecho. Le miré, y ya no vi al héroe que me salvó de mi suicidio; se convirtió en mi verdugo más letal.

El invierno empezó a crecer dentro de mí y la loba decidió convertir su aullido en la música maestra de esa habitación olvidada por el tiempo. Las flores primaverales se retorcieron de incertidumbre y un abrazo clandestino sentenció su desaparición inminente.

Los días saltaron del calendario. Las caricias huyeron a sus refugios y ya no había más lagrimas para sacar el desconsuelo. El amor se olvidó en el trastero del pasado y a los veinticinco yo ya había dejado de creer que era para mí; y aún hoy, lo sigo pensando.

A los veintiséis sigo escalando precipicios, buscando saltar y encontrar a alguien que me remueva por dentro, que arranque toda la tristeza de una bofetada y que me mire y me cuente unas doce verdades, dos dudas y me dé trece besos en cada herida que no lleva su nombre, pero todos huyen cuando oyen rugir a la loba en luna llena y colorea de miedo mis pupilas.

Hay demasiadas derrotas escondidas en una blanca piel.
Hay demasiada tristeza en una sonrisa tan pequeña
Tal vez si me abrazan, piensa que me romperán
Pero no se puede romper lo que ya está roto
Y tampoco salvarlo
Solo abrázalo y tal vez el puzle se complete.

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